La vida es eso que pasa cuando se te apaga el celular inesperadamente. Tuve mucha vida durante un par de meses porque mi teléfono moría de manera repentina y yo me quedaba horrorizada viendo cómo la pantalla se oscurecía, se encendía, mostraba la manzanita blanca como si fuera a revivir, solo para volver a oscurecerse de nuevo. Y así una y otra vez hasta por dos horas.
Durante mi “adultez digital” siempre he tenido un iPhone en la mano y no porque pueda costearlo, si no porque mi padrino Toñito que vive en Miami siempre tiene el enorme gesto de enviarme el equipo que descarta cuando se compra la última versión. Recuerdo haber tenido el iPhone 5s, el 6, el 6s Plus y no hubo nada reseñable hasta el 7 Plus.
El teléfono al inicio estuvo normal, pero con el tiempo manifestó su padecimiento: Una especie de catalepsia. Luego de un uso prolongado lo colocaba sobre la mesa o la cama y cuando lo buscaba ya se había apagado y empezaba el lento y tortuoso proceso de encenderse solo. Sin razón alguna. De día o de noche. Si salía a la calle, rezaba para que no se me apagara por alguna emergencia y muchas veces mis rezos no fueron escuchados. Entonces llegó la hora de tomar medidas.

¿Y ahora qué hacemos?
Después de las fiestas patrias lo llevé a revisión donde un experto en Managua. Lo abrió ante mis ojos y ambos lo vimos: Estaba en perfecto estado, como recién salido de la fábrica, sin embargo, accedí a un cambio de batería porque tenía la original fabricada en 2016 y bueno, tal vez era eso.
Hubo un par de días de tregua, pero luego volvimos a lo mismo de los meses anteriores. ¿Qué quería este teléfono de mí?
Un cambio. Esa fue mi gran idea. En vista de que hacía un par de años de que mi padrino no renovaba teléfono, quien debía invertir en uno por primera vez era yo. Pero… ¿Cómo comprar un iPhone en Nicaragua si son tan caros? Bueno, pensé, pues me compro un Android y paso toda la información. Total, no debe ser tan difícil. No debe ser tan difícil.
No sabía lo que me esperaba.
Siempre estuve equivocada
El domingo cuatro de octubre antes de mediodía estaba comprando el nuevo teléfono. Como no me alcanzó con lo que tenía, mi pobre papá me ayudó con la mitad. Me sentía realizada con aquella máquina, un LG K51 S. Espectacular, con cuatro lentes fotográficos.
Llegué a la casa, lo cargué tres horas, hice la copia de seguridad de mi achacoso iPhone en la computadora y anuncié triunfal en Twitter: “En este momento no tengo celular (o sea, pertenezco al limbo). Lo voy a recuperar a eso de las seis de la tarde y, para entonces, además habré pasado de iOS a Android. Me siento ante las puertas de un mundo nuevo”.
Eran las 3:14 de la tarde. Pobre ilusa.
Acostumbrada a solo trasladar la copia de seguridad del iPhone “viejo” al “nuevo”, pensé que sería igual con un Android. Ahora que lo escribo vuelvo a confirmar lo ilógico que es eso, pero ya veo que ese día me sentía optimista y lo intenté por todos los medios.
Con iCloud, con programas de internet que al terminar de instalarlos me pedían 50 euros (no los pagué, no llegué a tanto), con una aplicación de ocho dólares (esos sí los pagué, pésima inversión), escuché sugerencias, suspiré, perdí la paciencia, luego la esperanza y a las 7:24 de la noche grité en un tuit:
“ME REHÚSO A PERDER TODOS MIS DATOS DE WHATSAPP QUE ESTÁN AHÍ DESDE 2013, ESTOY MIGRANDO DE IPHONE A ANDROID POR FAVOR AYUDAAAAAAAAAAA”.

Porque sí, lo que no quería era perder siete años de mensajes y archivos de WhatsApp. Ese es el trasfondo de esta historia. No es que sea esclava de Apple, soy esclava de esos recuerdos intangibles que no existen más que en esa aplicación de mensajería. ¿Estaba dispuesta a perder conversaciones y miles y miles de fotos y videos compartidos con mi familia y seres queridos? Mi respuesta es no.
Una nueva aventura… Otra más
Así que al día siguiente puse a la venta el teléfono LG, nuevo de paquete, treinta dólares más barato de lo que me costó. En estados de Whatsapp, en Marketplace, en Twitter, con mi hermano ayudándome y al final hasta con una excompañera de la Universidad a quien le pedí que por favor lo pusiera en sus estados de Whatsapp y, para mi sorpresa, de ahí surgió la compradora.
Exactamente una semana después estaba de regreso en Managua vendiendo el teléfono comprado el domingo anterior.
A los nueve días, el martes 20, después de pasar esos nueve días sumergida en las profundidades de Facebook buscando los iPhone más baratos y luego de haber abusado del tiempo de mi hermano que me llevó a dos tiendas, terminé comprándole un iPhone Xs a un conocido a quien le había dicho que no el día anterior. Coherencia hasta el final.

Mi antiguo iPhone 7 Plus está en proceso de venta. Su enfermedad es terminal, pero las piezas externas son utilizables, la batería está nueva y aunque sea algo puedo obtener por él.
El LG fue un regalo de cumpleaños de una doctora para su esposo. Para comprar el iPhone Xs mi hermano me adelantó mis navidades, mi mamá me prestó dinero que todavía le debo y mi papá bastante hizo con no desheredarme.
Escribo esto porque, en lo más oscuro de la situación, prometí en Twitter que si salía de “un rollo en el que estoy” iba a contar lo que había pasado y aquí estoy. Piensen muy bien antes de hacer una compra (más si están comprometiendo hasta el dinero que no tienen en ella), no crean que se la saben todas (menos en materia tecnológica) y, para terminar, no se aferren a lo imposible (como copiar un iPhone en un Android).
No sean como yo.