Que no le digan a ella que los muertos por coronavirus no existen en Nicaragua. No le digan eso, porque la conozco y sé que pueden ocurrir dos cosas: estalla en furia o se deshace en llanto.
Probablemente primero estalle en furia y luego, entre maldiciones y soeces referencias a la madre de aquellos Dos, pase al llanto amargo.
Y si acaso, puede comenzar al revés: los ojos cuajados en lágrimas, la agitación creciente y el llanto a cántaros, inconsolable, cediendo poco a poco el raudal de sus ojos y crispando los puños hasta desaparecer el rostro lívido de duelo y darle paso a una cara encendida, como yo la vi, puro reflejo de odio y furia en la mirada con ráfagas verbales de maldiciones profanas contra ellos dos, contra Ella y contra Él, esos dos que niegan las muertos por la pandemia.
Así que no le mientan a una mujer que ya conoció la guerra en los años setenta y ochenta y que pensaba que aquel dolor de ver tantos muertos no volvería. Entonces creía ella que quedaría viviendo en paz durante muchos años para darle consuelo a su madre, la que le parió un héroe a aquella revolución ahora lejana.
Salmo 91
Vuelve el dolor a asomar a su rostro. Su madre ahora se ha ido. “Debe estar reunida ya con sus hijos en el cielo”, dice serena, con la vista un poco cansada y recordando casi para sí misma el último mensaje de ella: “Me dijo que le regara el jardín si ella se atrasaba en volver”.
“La peste me la quitó, se llevó a mi madre”, musita.
En su muro de Facebook colocó un lacito negro que sustituyó unos versos de Salmo 91: “El que habita al abrigo del Altísimo, Morará bajo la sombra del Omnipotente. Diré yo á Jehová: Esperanza mía, y castillo mío; Mi Dios, en él confiaré. Y él te librará del lazo del cazador: De la peste destructora. Con sus plumas te cubrirá y debajo de sus alas estarás seguro: Escudo y adarga es su verdad. No temerás espanto nocturno, ni de saeta que vuele de día, ni de pestilencia que ande en oscuridad. Ni de mortandad que en medio del día destruya. Caerán a tu lado mil. Y diez mil a tu diestra: Mas á ti no llegará”.
Y antes de que vuelva a aflorar la crisis de duelo, agarrando serenidad de quién sabe dónde, narra el resto de su dolor: su hermana la menor, la que cuidaba a la madre, también se ha ido.
Imagen de cortesía sobre entierro nocturno en Nicaragua. Literal.
Se fueron juntas
Se fueron juntas en menos de siete días. La anciana aún duró unas horas más, murió en la noche. La otra mujer, 51 años a cumplir en agosto, murió por la tarde.
Al hospital Alemán Nicaragüense ingresaron juntas y de ahí salieron juntas en ataúdes sellados y directo al cementerio Milagro de Dios, con papeles que indicaban distintas causas: la viejita por neumonía atípica y la mujer con tromboembolismo pulmonar.
“Dicen ellos que nos engañan, como si no supiera una que fue el coronavirus”, se queja amargamente.
La única cortesía que les permitieron, tras ruegos y reclamos, fue que las enterraran en sepulturas contiguas y no como las querían dejar, separadas entre los promontorios de tierra cruda donde no se ven cruces y apenas algunas flores marchitas.
Así será más fácil enflorarlas el día de las madres, dice ella.
Así que no le digan a ella que no existen los muertos por coronavirus. A ella que enterró a su madre y a su hermana en la madrugada tibia, sin verlas por última vez, acompañada de cuatro desconocidos con trajes especiales que colocaron los féretros en la tumba, llenaron de tierra las zanjas cavadas y se fueron tras darle a firmar un papel que ella destrozó con furia y llanto.
(Este testimonio es de una mujer de 57 años de edad de la ciudad de Managua. Sus parientes fallecieron el pasado 13 de mayo. Se omiten las identidades por solicitud de la denunciante y por respeto a la familia doliente)